En esta nueva entrega, Paulina Antacli recuerda algunos pasajes de su dilatada trayectoria como bailarina.
El sendero de su trayectoria artística transita por inquietudes y sensibilidades diversas. Doctora en Artes por la Universidad Nacional de Córdoba, especializada en estudios de Historia cultural, orientados a las artes visuales y la danza. Directora escénica y dueña de un vasto recorrido nacional e internacional como bailarina. Se percibe así misma como una persona inquieta en el conocimiento.
Su pasión por la danza la acompaña desde temprana edad, tal vez como una forma de ver el mundo. “La emoción asociada a la imagen, sea fija o en movimiento, continuó en el centro de mi interés durante el desarrollo artístico”, comenta la bailarina.
Los inicios
“Tenía ocho años de edad, cuando llegué de la mano de mi madre al Teatro Rivera Indarte (Teatro del Libertador). Un grupo de maestros nos evaluaba prueba física, musicalidad, pequeña improvisación y espera. Era 1967, luego de una extensa jornada de pruebas ingresé con toda mi felicidad y timidez juntas al Seminario de Danza de la Provincia. En ese tiempo, y por seis meses, su directora fue Adda Hünicken. Mi hermana ya estudiaba danzas, me encantaba verla bailar, yo quería ser como ella. Mi primera y gran maestra fue Adela González del Cerro, siete años admirándola, siete años mi maestra querida. Luego siguieron otras y otros maestros, de todos ellos aprendí mucho y recibí un legado”.
De los recuerdos que Antacli relata como bitácora de vida, resuena una frase: “Paulina tiene ángel”. Fue en un acto del seminario, palabras de un comentario que se deslizó frente a su madre y a ella, y quedaron grabadas. “Yo que no sabía bien qué significaba eso, me sentía diferente y prefería el misterio de la expresión a conocer el sentido real de la frase. Así continué mis estudios para ser bailarina, “animando” los libros de Ballet y viendo Giselle en el cine con Carla Fracci y Eric Brun. Seguí bailando, estudiando, trabajando duramente, disfrutando y soñando”, evoca.
La magia de la determinación
Con los años, una ruta conectaba el colegio Sagrado Corazón, ubicado en la calle Roma, su casa y el teatro. Distinguida alumna, los esfuerzos se volvieron ladrillos para construir un nuevo anhelo: ingresar al Ballet Oficial de Córdoba, bajo la dirección del recordado maestro Jorge Tomín. “¡Tocaba el cielo con las manos! Ya formaba parte del cuerpo artístico que tanto admiraba. Mis padres estaban siempre presentes en las funciones y mi hermana era la crítica número uno que me hacía sugerencias en los ensayos generales y luego de las funciones”, cuenta Paulina.
“Entrar al curso de Perfeccionamiento en Danzas en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón marcó un antes y un después en mi vida -asegura-. Respiraba profundamente y abría los ojos muy grandes para entender que aquello no era un sueño. Por la mañana clases, luego ensayo como refuerzo en el Ballet Estable del Colón”. Corría el año 1984 y Julio Bocca recibía la medalla de Oro en el V Certamen Internacional de Danza en Moscú, la emoción fue para todo el ballet, incluida la joven Antacli, quien concretaba sus primeras actuaciones en la compañía mientras disfrutaba de las interpretaciones de sus compañeros con asombro.
“Recuerdo una bailarina solista, Susana Agüero, desplegaba el rol de Gitana principal en el segundo acto y expresaba su dolor por la muerte del gitano amado, me emocionaba verla”, comenta.
Más adelante, Paulina recuerda: “En el año 2006, José Luis Lozano, director del Ballet Oficial de Córdoba, hizo la puesta de Don Quijote y me asignó el papel de Gitana principal. Para preparar el rol escuchaba la música de Goran Bregovic del filme de Kusturica Tiempo de gitanos (con perdón de Ludwig Minkus)”.
“Cuando salía a escena -continúa- y mi cuerpo era un grito lacerante, un lamento desgarrador. El mismo lamento que experimenté en Amor humano, en 1986, con coreografía de Susana Zimmermann, en el Teatro Cervantes de Buenos Aires”.
Entre el vientito de La Cañada y la brisa del Sena
“Bailé muchos roles, pero el Adagio para dos, de Teresa del Cerro, dejó un sello para toda mi vida. Bailar con Ángel Hakimian era poblar todos los espacios inimaginables, nota a nota. Las miradas, los portés, todo era armonía. ¡Está por comenzar la función…! ¡Merde chicos! ¡Última llamada…! Sube el telón… Le decía: ´Ángel, sentí la brisa, estamos en el Sena´. Luego en París, bailando juntos con la compañía Alternancia, dirigida por María Rosa Hakimian, sentíamos el “vientito” de La Cañada, porque extrañábamos Córdoba. Estuvimos en el Festival de Aviñón y en teatros parisinos, doce horas diarias de ensayos. En esos años, recibí becas para estudiar con maestros de la Ópera de París”, brotan los recuerdos en Paulina.
En 2009, Del Cerro volvió a Córdoba invitada para dirigir Serenata para cuerdas y reponer Adagio para dos, que Paulina volvió a bailar aunque sin su compañero Ángel Hakimian.
Pablo Pereyra fue su partener “con la misma magia, pero ya con aires de La Cañada. Me despedí bailando ese bello dúo, que durante años hicimos con Ángel, siempre estrenando nuevas sensaciones en ondas expansivas hacia el público”.
El amor brujo
En otro pasaje de su galería de recuerdos, cuenta: “Estoy en el metro frente a la Ópera de París, subo una escalera mecánica interminable, quedo petrificada mirando a Oscar Araiz, mi coreógrafo admirado y director, hasta ese año, del Ballet de Ginebra, quiero cruzarme de escalera para estar cerca de él. Imposible la de él baja y la mía sube, como una imagen cinematográfica”.
Diez años después, el destino le presentó una nueva oportunidad de encontrarse con el maestro: Araiz fue invitado a dirigir El amor brujo, de Manuel de Falla, con el Ballet Oficial de Córdoba.
Paulina Antacli, con sus 41 años, se aventuró a un nuevo casting .Enfrentó la prueba con avasalladora energía, atenta a recorrer una caminata en diagonal, con la articulación de un cuerpo que simulaba la cornamenta “de un toro que ataca”.En su sentir, ella enfrentaba a la muerte. Paulina y Walter Corsánigo fueron elegidos para escenas en las que “la danza animaba el fuego, despertaba el duende que nombraba Federico García Lorca”.
“Siempre se producían fulgores escénicos ante cada nuevo desafío,- agrega la bailarina- incluida la quietud de los bailarines cuando en Satie-Satie de Alejandro Cervera, se suspendía el tiempo mientras nuestro compañero Alexander Smirnov hacía una promenade con una paloma blanca posada en su mano”,
Unión con Dios
Como una última reflexión, Paulina Antacli añade: “Leopoldo Marechal, a quien aprendí a leer con mi amado marido, le dice a Elbiamor, ‘allí tienes…, entre tanto baile la estabilidad suprema’, siempre entendí la danza como una unión con Dios…”. Y agrega: “El cuerpo, que tiene memoria, no olvida el goce de la danza, el escapar a la propia forma y la propia alma para habitar por un instante otras formas de las ya conocidas. Como lluvia fresca en el verano, como un viento suave, la mente recuerda y el cuerpo baila en libertad”.