La cuenca desbordada

Una serie de xilografías del artista Alberto Nicasio, dan cuentan de cómo fue modificándose la fisonomía de La Cañada y complementan relatos de sus crepitantes inundaciones. 

El siniestro aconteció en la noche del 19 de diciembre de 1890. El ruido de un tiroteo alarmó a los barrios del suroeste de la ciudad de Córdoba.  Los tiros no acusaban un enfrentamiento, como era de suponer, sino que eran un pedido de auxilio y una señal de alarma al resto de los vecinos. La cuenca del arroyo La Cañada se había desbordado nuevamente.

Xilografía de Alberto Nicasio Sobre calle Belgrano, 1944

El suceso provocó la muerte de decenas de vidas humanas, según los cálculos, además de cuantiosas pérdidas materiales. Producto de la inundación, el agua ascendió a más de un metro en la plaza principal del centro y en las inmediaciones.

“Serían las doce y media de la noche -relata el jefe de Policía, Julio Astrada-, cuando la ciudad quedó completamente a oscuras por haberse inundado la usina de gas. Esta circunstancia aumentó el pánico y la confusión, debilitando en consecuencia la acción de la fuerza pública a mis órdenes, de las fuerzas nacionales que aquí existen, de los empleados municipales e infinidad de ciudadanos, que, con una filantropía superior a todo encomio prestaban protección a los inundados”.

En otro párrafo de ese informe, que fue presentado el 23 de diciembre de 1890 por el jefe policial al ministro de Gobierno, Justicia y Culto, Felipe Díaz, publicado en “El cauce viejo de La Cañada” (2005), de Sergio Barbieri y Cristina Boixadós, dice: “Los muertos recogidos hasta hoy son 58, de los que se conocen sus nombres 34. Además de Pueblo Nuevo faltan 22 personas, cuyos sus nombres son conocidos, los que se supone han sido arrastrados por la corriente. 16  perdonas más, que han vivido cerca de La Cañada  y en los Altos del Sur y cuyos nombres son conocidos, han desaparecido también, suponiéndose que se han muerto”.

Puente sobre Calle Dean Funes de Alberto Nicasio

La memoria de Córdoba recuerda otros acontecimientos igualmente funestos. Como la inundación de 1671, que motivó la construcción del calicanto, el muro de contención hecho de piedra del río Suquía y cal; un fragmento de esa defensa se conserva en la plazoleta de La Cañada y San Juan. Allí hay una cerámica que recuerda a quienes en un “común y gigantesco esfuerzo” construyeron El Calicanto.

El eminente historiador, Carlos Luque Colombres, señala que el riesgo de inundación viene desde el tiempo de la fundación misma de la ciudad. “Desde entonces, el fantasma de las inundaciones tuvo a los cordobeses en permanente sobresalto; y el río, el aguaducho y la cañada se convirtieron en verdadera obsesión”, sostiene en “Para la historia de Córdoba” (1971).

a serie de Nicasio fue realizada mientras se construía el nuevo cauce

Habitantes de la ribera

El escritor y periodista cordobés, Azor Grimaut, trazó un fiel perfil de la geografía humana que se estableció en las márgenes del arroyo en “La Cañada. Estampas de Córdoba”, una obra del año 1944 que contiene una serie de bellas xilografías de Alberto Nicasio.

“El espíritu del nativo de la zona de La Cañada -dice Grimaut-, era de una afilada vivacidad. Quizá naciera allí la fama del cordobés para los apodos. El graficismo para señalarlos es proverbial. Se mantuvo también por mucho tiempo y hasta pocos años hace, un sentimiento cerrado contra la autoridad, como si los pobladores se sintieran dueños absolutos y exclusivos de la zona”.

En materia de tradiciones populares, estas barriadas mantuvieron inalterables algunas costumbres, como los “velorios de los angelitos con fiesta y baile (…) Los juegos de prendas, los pesebres, las novenas, riñas  de  gallos, rifas, jugada de tabas y monte, se mantuvieron con toda la fuerza de su realismo típico hasta que el Centro pudo, por fin, vencer”, agrega Azor Grimaut.

El antiguo cauce del arroyo

El periodista y narrador también comenta: “Ese radio de Córdoba estaba integrado por hombres de trabajo, pero reacios a horarios y disciplina (…) Tenían una predisposición muy natural y fina para la música  y las orquestas de guitarra, violín, mandolina, caja y flauta”.

“El locro de Córdoba tuvo allí sus más hábiles elaboradoras -continúa Grimaut-, lo mismo que el sanco y en materia de amasijos, las empanadas, tortas amarillas, biscochos delgados, rascabuche, tortas dulces, pan con grasa, colaciones, tabletas  y alfajores, la mejor representación”.

El poblamiento en el entorno de la cuenca de La Cañada trajo cambios en su entorno natural. “La proximidad de la población, poco a poco primero y vertiginosamente después, fue dañando la belleza natural del arroyuelo. Las yerbas aromáticas por la constante explotación se extinguieron, y a medida que la ciudad crecí a lo largo de sus riberas, una desolación de páramo lastimaba con heridas perennes toda la natural belleza de la deliciosa fontana”.

El nuevo cauce

El periodista Carlos Andres, autor de “Córdoba, la Llana”, describe en ese libro publicado en 1945 la fisonomía del arroyo: “Es una insignificante corriente de agua de andar tortuoso, turbia y menguada, de mansedumbre de estanque y de frescura de cántaro, que de improviso y generalmente al amparo de la noche se torna impetuosa y bravía, a veces ciclópea y funesta, y que tras de cruzar en forma irregular la capital mediterránea de sur a norte, entre barrancos, muros floridos y caseríos, se vuelva en el río Primero con la elegante parsimonia de quien sabe que ha llegado”.

El proyecto para la ampliación y rectificación del cauce del arroyo La Cañada fue presentado en 1942, y su ejecución comenzó al año siguiente. La ciudad de Córdoba dejaba atrás una amenaza y sumaba un motivo más al inventario de sus nostalgias.

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