Vida de perros en Córdoba

No hay barrio en donde no se los vea andar a su modo, estirados a sus anchas, auténticos soberanos de su mundo circundante.

Un can duerme tendido en el fresco césped

Perezosos o activos, solos o en compañía, adaptaron su instituto a la razón a veces extraviada de la ciudad. Berbané Serrano, poeta y periodista, escribió una serie de aguafuertes acerca de la ciudad de antaño, estampas publicadas en el libro “Córdoba de ayer”  (1969), abonado con personajes que perecen calcados de un cuento, habitantes de calles arenosas que hoy son arterias de asfalto de la urbe, esquinas que ya no son y costumbres desterradas aunque presentes de otra forma.

“En cada estampa está reflejada la otra historia de Córdoba, la que aún no se ha escrito, historia menuda hecha con anécdotas y episodios de color y raíz popular que se desarrollaron en el transcurso fugaz de las horas y los días”, comenta Serano. Uno de los capítulos del libro está dedicado a ciertos personajes irreemplazables de la ciudad: los perros.

El perro que cura

Nuestros vecinos, los perros

Hace 100 años, la población canina en las casa del centro estaba dominada por los llamados perros “pila”, un cuzquito piel suave, tibia y oscura. Se cree que esta raza llegó hasta aquí en las faldas de la conquista española desde México o Perú.

“Era un perrito faldero, de andar pachorriento y de piel negra y lustrosa, carente de toda pilosidad, que mostraba en las orejas agujeradas el adorno de coquetos moños de cintas rojas con que sus dueñas, que no le escatimaban mimos y caricias, trataban de disimular su grotesca fealdad”, asevera Bernabé Serrano.

Se creía que el perro pila tenía virtudes curativas por lo que “era utilizado como medicina casera para las más diversas enfermedades”.

“Abundaban también y se multiplicaban de forma extraordinaria los cuzcos lanudos de pelambre enmarañada y sucia. Había barrios  -verdaderos paraísos de los perros- en los que el transeúnte desprevenido corría el riesgo de dejar entre los dientes del cuzco agresivo y gruñón un jirón del traje o un pedazo de pantorrilla”, continúa el poeta y periodista.

Ladridos a la Luna

Dos perros en el cordón de la vereda contemplan el tránsito en la ciudad

“A la hora en que el cielo cerraba los ojos del arrabal y sus calles se poblaban de silencio y de sombras, se podía escuchar un destemplado coro de ladridos de tonos diversos que era como una loca y desarticulada sinfonía”, concluye Bernabé Serrano.

La profusión de canes en Córdoba venía de lejos. Así lo cuenta John Miers en un fragmento del libro “Viaje al Plata (1819-1824)”, que el destacado historiador cordobés, Carlos Segreti, rescata en “Córdoba, ciudad y provincia”.

Botánico y perspicaz observador de los pueblos que visitó en América del Sur como ingeniero de minas, el británico John Miers cuenta: “En cada pueblo y en cada rancho hay gran cantidad de perros. Son de una cría fuerte, gruñidores, pero no bravos; se los acobarda fácilmente, y nunca atacan a un hombre de frente; pero tienen la provocadora costumbre de morder los garrones de los caballos”.

Más acá en el tiempo, en 1974, el poeta y narrador Godofredo Lazcano Colodrero publicó “Retablillo de Córdoba”, una sucesión de recuerdos de su  infancia y juventud en la ciudad.

Algo despierta la atención del cuzco negro

Aquí también los canes tienen un capítulo aparte, titulado “Candomberos y perros”. Lazcano Colodrero cuenta que en los barrios periféricos de la ciudad -El Abrojal, El Infiernillo, El Alto de la Gloria, El Bajo-, por las noches se escuchaba el sonido de tambores y de cajas que marcaban ritmos de candombe, mezclados o más bien acompañados por una polifonía antojadiza de ladridos.

“A las voces de los bombos y de las cajas se unían las de los perros. No habrá habido jamás, ni en la China, de donde provenían algunos ejemplares, ciudad alguna del mundo con más cantidad de perros que Córdoba”, finaliza el narrador.

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