* Por la Dra. Ana María Martínez de Sánchez – Miembro de número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba
La iglesia católica celebra el 1º de noviembre el día de Todos los Santos, para recordar a la totalidad de los fieles difuntos, aquellos que, sin haber sido proclamados santos, fueron bautizados, llevaron una vida sin excesos y fallecieron reconfortados con los sacramentos. Quienes han sido reconocido y canonizados, integran la Lista de los Santos de la Iglesia Católica, como Brochero y Mama Antula, que tienen asignado un día determinado para su celebración litúrgica. Todos los Santos son personas comunes, que por cercanía podemos invocar para que intercedan por nosotros. ¿Quién no pide protección a sus padres o hijos difuntos, u otros familiares y amigos?
La Iglesia considera que hay tres grupos dentro de ella, la Iglesia militante, compuesta por todos los vivos, que trabajan y rezan por la humanidad; la triunfante, formada por los que en su muerte lograron gozar de la presencia de Dios (Todos los Santos); y la purgante, que incluye a quienes deben aún cumplir con alguna deuda espiritual para alcanzar la Gloria. Éstos son los muertos a los que se les dedican oraciones el 2 de noviembre para rogar por su pronto descanso eterno.
La festividad de Todos los Santos, data del siglo VIII, y coincidía con fiestas paganas de los pueblos germanos, por lo que se superpusieron con el fin de unificar el cristianismo en Europa. En esos días las familias arreglan las tumbas y visitan los cementerios para llevar flores, costumbre que va olvidándose con nuevas prácticas, como dispersar las cenizas, con lo que desaparece el lugar donde recordarles y trasmitir su ubicación a otras generaciones.
Se ha producido en general una simbiosis entre el día de Todos los Santos y el día de los Muertos. Éste último se celebra en México, especialmente desde que se unió la creencia católica a una supuesta tradición indígena, produciéndose una apropiación. Se inculcó la idea de que los muertos visitarán a sus familias y se arman altares con bebida, comida y elementos del agrado del fallecido. Es una fiesta pintoresca y que ha enraizado en la cultura, pero que cuando llegaron los españoles no se practicaba, pues no existen testimonios sobre ella.
Según lo explica la Dra. Elsa Malvido, investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México (INAH) por más de 50 años, y creadora del “Taller de estudios sobre la muerte” (1987-2011, año de su fallecimiento), fue en la época postrevolucionaria, con el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), cuando las fiestas del 1º y 2 de noviembre se “reinventaron”, para quitar influencia a la iglesia católica, perseguida durante la segunda Guerra Cristera (1931-1941). Al asociarlas a una idea nacionalista, se la desprendió de todo significado religioso, y se exaltó la “muerte” sobre lo “santo”. El “Día de muertos” no es de origen prehispánico, ni producto del sincretismo indígena-europeo, sino la invención de un relato ideológico, que ha logrado aceptación turística y reconocimiento, ya que desde 2003 forma parte de la lista del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, incluida por UNESCO.
Las celebraciones funerarias mesoamericanas eran diferentes y se realizaban en otras fechas, conforme a sus propios calendarios. En las últimas décadas, además, se ha introducido una fiesta absolutamente foránea y nada religiosa, que es Halloween. Así, se van suplantando las tradiciones ancestrales de los pueblos del occidente católico, para colocar celebraciones ajenas a nuestra identidad, con fines comerciales y festivos, que olvidan a los muertos. Su origen es un festival pagano celta, llamado Samhain. Se realizaba en el Reino Unido, Irlanda y noroeste de Francia, el 31 de octubre para conmemorar el inicio del invierno y el fin de las cosechas. Nada más alejado a las tradiciones de los pueblos hispanoamericanos. Si necesitamos tener identidad, debemos conocer la historia y, quizás, volver a rendir culto a los santos y los muertos familiares, sin dejarlos al azar de la frágil y subjetiva memoria.